MICROMISTERIOS 3


La visitante


Fue Filomena, la señora gorda del apartamento del fondo, la que los puso sobre aviso. De niños, ellos habían escuchado una historia semejante. Pero esta vez no se asustaron; por el contrario, festejaron largamente la cara de tragedia de la vecina, la sibilina advertencia de que algo malo les iba a ocurrir. Antes de cenar, sin embargo, a Carlos le picó la curiosidad de ir a ver. Era raro que no se hubieran percatado de la presencia - tan notoria, por cierto - de la visitante. Allí estaba en todo caso, ensombreciendo un buen pedazo de la pared del frente. Era una mariposa negra, de grandes alas. Carlos pensó que debió ser porque venían extenuados que no se les dio por mirar hacia arriba; el hambre, por lo demás, enceguece a cualquiera.

Se habían casado hacía seis o siete meses, quizás ocho. Las fechas no eran el fuerte de Carlos, y menos si tenían que ver con oficios propios del corazón. A Marta, en cambio, la obsesionaban los detalles: los cumpleaños de los amigos, el día y la hora del primer beso o del último, los pocos regalos de Carlos, la talla de sus interiores; contabilizaba el tiempo y el espacio siempre hasta agotar las últimas existencias, como si se tratara de hortalizas o de muebles.

   - Lo mismo le ocurrió a un cuñado mío - les había dicho la vecina con voz sigilosa -. Al día siguiente de la aparición lo mataron de dos tiros en la cabeza, en la propia terraza de su casa.

Cenaron casi a las 9:00. Después vieron un poco de televisión y se acostaron. Pero no pudieron conciliar el sueño. Marta le pidió a Carlos que se levantara, que espantara ese animal de una vez por todas. Carlos no le prestó atención. Así era siempre, hasta en la intimidad. Además hacía muchísimo frío allá afuera, la mejor de todas las excusas posibles... Era cuestión de tiempo. Pronto se dormirían y mañana sería un martes de lo más rutinario: el trabajo en la fábrica de paños, la costumbre de angustiarse por minucias cotidianas, la vida en fin con toda su parafernalia.

Dos tiros en la cabeza, cuánta violencia. A las 3:15 de la madrugada, Carlos se levantó decidido a todo. Tomó una de las chancletas de Marta, pero después la dejó sobre el tocador. No encendió la luz para no despertarla. Fue hasta la cocina y, sin fijarse en la escoba que estaba detrás de la estufa, tomó el revólver calibre 32 que guardaba celosamente en uno de los anaqueles de la despensa. A Marta le fastidiaba picar remolachas o preparar el chocolate sabiendo que la mala hora estaba allí, agazapada entre las cosas de comer. El revólver estaba descargado. Carlos le quitó la mugre con un trapo limpio, y revisó minuciosamente el tambor y la culata, el guardamonte y el cañón. Todo estaba en su punto. Lo cargó, entonces, con dos balas. "Un revólver de cazar mariposas", susurró sonriendo. Pero pensó con amargura que ya no tenía opción, que la profecía de Filomena venía en camino como un viento huracanado y que ya no había ensalmo ni plegaria que valiera la pena, y dirigiéndose con el arma hacia la alcoba, con un brillo maligno en los ojos, pensó sin remordimiento que Marta - plácidamente dormida - y él - plácidamente despierto - no volverían a despertarse nunca jamás.

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Santa Cruz de Mexión, 2012